EL
ÁRBOL DE LA CIENCIA
Edgardo
Rafael Malaspina Guerra
En
“El árbol de la ciencia” (1911) del médico y escritor español Pío Baroja y
Nessi (1872-1956) se habla de la España del siglo XIX, sus pueblos, su gente, de
la medicina y la filosofía, ente muchos otros temas interesantes. La obra se ha
considerado autobiográfica en parte y por eso podemos saber cómo era la
enseñanza médica y cuáles eran las corrientes filosóficas en boga de aquella
época. Andrés Hurtado es el héroe de la novela. Aquí se habla de su vida desde que
empezó a estudiar medicina y a ejercer la profesión en la provincia(Alcolea del
Campo). Se comentan algunos casos clínicos y la poca camaradería entre los
médicos por la competencia relacionada con los pacientes o clientes. Hurtado
busca su lugar en la vida y lo encuentra en el amor familiar; sin embargo, un
evento adverso le hace reaccionar de acuerdo a la filosofía pesimista que
profesa y se suicida.
Aspectos
médicos:
I
1
Aquel
ambiente de inmovilidad, de falsedad, se reflejaba en las cátedras (médicas).
Andrés Hurtado pudo comprobarlo al comenzar a estudiar Medicina. Los profesores
del año preparatorio eran viejísimos; había algunos que llevaban cerca de
cincuenta años explicando.
Sin
duda no los jubilaban por sus in influencias y por esa
simpatía y respeto que ha habido siempre en España por lo inútil.
2
Las
asignaturas eran para marear a cualquiera; los libros muy voluminosos; apenas había
tiempo de enterarse bien; luego las clases en distintos sitios, distantes los
unos de los otros, hacían perder tiempo andando de aquí para allá, lo que
constituía motivos de distracción.
3
Al
principio de otoño y comienzo del curso siguiente, Luisito, el hermano menor,
cayó enfermo con fiebres. Visitó al enfermito el doctor Aracil, el pariente de
Julio, y a los pocos días indicó que se trataba de una fiebre tifoidea.
Andrés
pasó momentos angustiosos; leía con desesperación en los libros de Patología de
descripción y el tratamiento de la fiebre tifoidea y hablaba con el médico de
los remedios que podrían emplearse.
El
doctor Aracil a todo decía que no.
—Es
una enfermedad que no tiene tratamiento específico —aseguraba—; bañarle, alimentarle
y esperar, nada más.
Andrés
adquirió con este primer ensayo de médico un gran escepticismo. Empezó a pensar
si la medicina no serviría para nada. Un buen puntal para este escepticismo le proporcionaba
las explicaciones del profesor de Terapéutica, que consideraba inútiles cuando
no perjudiciales casi todos los preparados de la farmacopea.
No
era una manera de alentar los entusiasmos médicos de los alumnos, pero indudablemente
el profesor lo creía así y hacía bien en decirlo.
4
A
Andrés le preocupaban más las ideas y los sentimientos de los enfermos que los
síntomas de las enfermedades.
5
Tuberculosis:
Luisito
escupía sangre. Al oírlo Andrés quedó frío como muerto. Fue a ver al niño,
apenas tenía fiebre, no le dolía el costado, respiraba con facilidad; sólo un
ligero tinte de rosa coloreaba una mejilla, mientras la otra estaba pálida. No
se trataba de una enfermedad aguda. La idea de que el niño estuviera tuberculoso
le hizo temblar a Andrés. Luisito, con la inconsciencia de la infancia, se dejaba
reconocer y sonreía. Andrés recogió un pañuelo manchado con sangre y lo llevó a
que lo analizasen al laboratorio. Pidió al médico de su sala que recomendara el
análisis. Durante aquellos días vivió en una zozobra constante; el dictamen del
laboratorio fue tranquilizador; no se había podido encontrar el bacilo de Koch
en la sangre del pañuelo; sin embargo, esto no le dejó a Hurtado completamente
satisfecho.
El
médico de la sala, a instancias de Andrés, fue a casa a reconocer al enfermito.
Encontró a la percusión cierta opacidad en el vértice del pulmón derecho.
Aquello podía no ser nada; pero unido a la ligera hemoptisis, indicaba con
muchas probabilidades una tuberculosis incipiente.
-La
tuberculosis era una de esas enfermedades que le producía un terror espantoso; constituía
una obsesión para él. Meses antes se había dicho que Roberto Koch había inventado
un remedio eficaz para la tuberculosis: la tuberculina. Un profesor de San
Carlos fue a Alemania y trajo la tuberculina. Se hizo el ensayo con dos
enfermos a quienes se les inyectó el nuevo remedio. La reacción febril que les
produjo hizo concebir al principio algunas esperanzas; pero luego se vio que no
sólo no mejoraban, sino que su muerte se aceleraba. Si el chico estaba
realmente tuberculoso, no había salvación.
-Luisito
había tenido una meningitis tuberculosa, con dos o tres días de un período
prodrómico, y luego una fiebre alta que hizo perder al niño el conocimiento;
así había estado una semana gritando, delirando, hasta morir en un sueño.
-Andrés
recordaba haber visto en el hospital a un niño, de seis a siete años, con meningitis;
recordaba que en unos días quedó tan delgado que parecía translúcido, con la
cabeza enorme, la frente abultada, los lóbulos frontales como si la fiebre los desuniera,
un ojo bizco, los labios blancos, las sienes hundidas y la sonrisa de alucinado.
Este chiquillo gritaba como un pájaro, y su sudor tenía un olor especial, como
a ratón, del sudor del tuberculoso.
6
Afasia:
Supongo
que esta mujer se encuentra en un estado de afasia. La lesión la tiene en el
lado izquierdo del cerebro; probablemente la tercera circunvolución frontal,
que se considera como un centro del lenguaje, estará lesionada. Esta mujer
parece que entiende, pero no puede articular más que esa palabra.
7
Supuesta
catalepsia:
—¿Es
usted el médico? —le preguntó uno de ellos a Andrés con impertinencia.
—Sí;
soy médico.
—Pues
reconozca usted el cuerpo, porque creemos que Villasús no está muerto. Esto es
un caso de catalepsia.
—No
digan ustedes necedades —dijo Andrés.
Todos
aquellos desarrapados, que debían ser bohemios, amigos de Villasús, habían hecho
horrores con el cadáver: le habían quemado los dedos con fósforo para ver si
tenía sensibilidad. Ni aun después de muerto, al pobre diablo lo dejaban en
paz.
Andrés,
a pesar de que tenía el convencimiento de que no había tal catalepsia, sacó el
estetoscopio y auscultó al cadáver en la zona del corazón.
—Está
muerto —dijo.
8
La
situación de Lulú era grave; la matriz había quedado sin tonicidad y no
arrojaba la placenta. Intentó provocar la expulsión de la
placenta, por la compresión, pero no lo pudo conseguir. Sin duda estaba
adherida. Tuvo que extraerla con la mano. Inmediatamente después, dio a la
parturienta una inyección de ergotina, pero no pudo evitar que Lulú tuviera una
hemorragia abundante.
II
Disecciones:
1
La
mayoría de los estudiantes ansiaban llegar a la sala de disección y hundir el escalpelo
en los cadáveres, como si les quedara un fondo atávico de crueldad primitiva.
2
En
todos ellos se producía un alarde de indiferencia y de jovialidad al
encontrarse frente a la muerte, como si fuera una cosa divertida y alegre
destripar y cortar en pedazos los cuerpos de los infelices que llegaban allá.
3
Dentro
de la clase de disección, los estudiantes gustaban de encontrar grotesca la muerte;
a un cadáver le ponían un cucurucho en la boca o un sombrero de papel. Se contaba
de un estudiante de segundo año que había embromado a un amigo suyo, que sabía
era un poco aprensivo, de este modo: cogió el brazo de un muerto, se embozó en
la capa y se acercó a saludar a su amigo.
—¿Hola,
¿qué tal? —le dijo sacando por debajo de la capa la mano del cadáver—. Bien y
tú, contestó el otro. El amigo estrechó la mano, se estremeció al notar su frialdad
y quedó horrorizado al ver que por debajo de la capa salía el brazo de un
cadáver.
4
De
otro caso sucedido por entonces, se habló mucho entre los alumnos. Uno de los médicos
del hospital, especialista en enfermedades nerviosas, había dado orden de que,
a un enfermo suyo, muerto en su sala, se le hiciera la autopsia y se le
extrajera el cerebro y se le llevara a su casa. El interno extrajo el cerebro y
lo envió con un mozo al domicilio del médico. La criada de la casa, al ver el
paquete, creyó que eran sesos de vaca, y los llevó a la cocina y los preparó y
los sirvió a la familia.
5
Existía
entre los estudiantes de Medicina una tendencia al espíritu de clase, consistente
en un común desdén por la muerte; en cierto entusiasmo por la brutalidad quirúrgica,
y en un gran desprecio por la sensibilidad.
6
Lo
que sí le molestaba (a Andrés) , era el procedimiento de sacar los muertos del carro
en donde los traían del depósito del hospital. Los mozos cogían estos
cadáveres, uno por los brazos y otro por los pies, los aupaban y los echaban al
suelo. Eran casi siempre cuerpos esqueléticos, amarillos, como momias. Al dar
en la piedra, hacían un ruido desagradable, extraño, como de algo sin elasticidad,
que se derrama; luego, los mozos iban cogiendo los muertos, uno a uno, por los
pies y arrastrándolos por el suelo; y al pasar unas escaleras que había para
bajar a un patio donde estaba el depósito de la sala, las cabezas iban dando
lúgubremente en los escalones de piedra. La impresión era terrible; aquello
parecía el final de una batalla prehistórica, o de un combate de circo romano,
en que los vencedores fueran arrastrando a los vencidos. Hurtado
imitaba a los héroes de las novelas leídas por él, y reflexionaba acerca de la vida
y de la muerte; pensaba que si las madres de aquellos desgraciados que iban al “spoliarium”,
hubiesen vislumbrado el final miserable de sus hijos, hubieran deseado seguramente
parirlos muertos.
7
Otra
cosa desagradable para Andrés, era el ver después de hechas las disecciones, cómo
metían todos los pedazos sobrantes en unas calderas cilíndricas pintadas de rojo,
en
donde aparecía una mano entre un hígado, y un trozo de masa encefálica, y un
ojo opaco y turbio en medio del tejido pulmonar.
A
pesar de la repugnancia que le inspiraban tales cosas, no le preocupaban; la anatomía
y la disección le producían interés. Esta curiosidad por sorprender la vida;
este instinto de inquisición tan humano, lo experimentaba él como casi todos
los alumnos.
8
Jaime
Massó así se llamaba, tenía la cabeza pequeña, el pelo negro, muy fino, la tez de
un color blanco amarillento, y la mandíbula prognata. Sin ser inteligente,
sentía tal curiosidad por el funcionamiento de los órganos, que si podía se
llevaba a casa la mano o el brazo de un muerto, para disecarlos a su gusto. Con
las piltrafas, según decía, abonaba unos tiestos o los echaba al balcón de un
aristócrata de la vecindad a quien odiaba.
III
Fisiología:
Tenía
Andrés cierta ilusión por el nuevo curso, iba a estudiar Fisiología y creía que
el estudio de las funciones de la vida le interesaría tanto o más que una
novela; pero se engañó, no fue así. Primeramente, el libro de
texto era un libro estúpido, hecho con recortes de obras francesas y escrito
sin claridad y sin entusiasmo; leyéndolo no se podía formar una idea clara del
mecanismo de la vida; el hombre aparecía, según el autor, como un armario
con
una serie de aparatos dentro, completamente separados los unos de los otros
como los negociados de un ministerio. Luego, el catedrático era hombre sin
ninguna afición a lo que explicaba, un señor senador, de esos latosos, que se
pasaba las tardes en el Senado discutiendo tonterías y
provocando
el sueño de los abuelos de la Patria.
Era
imposible que con aquel texto y aquel profesor llegara nadie a sentir el deseo
de penetrar en la ciencia de la vida. La Fisiología, cursándola así, parecía
una cosa estólida y deslavazada, sin problemas de interés ni ningún atractivo.
Hurtado
tuvo una verdadera decepción. Era indispensable tomar la Fisiología como todo
lo demás, sin entusiasmo, como uno de los obstáculos que salvar para concluir
la carrera.
IV
Letamendi:
1
El
año siguiente, el cuarto de carrera, había para los alumnos, y sobre todo para Andrés
Hurtado, un motivo de curiosidad: la clase de don José de Letamendi. Letamendi
era de estos hombres universales que se tenían en la España de hace unos años;
hombres universales a quienes no se les conocía ni de nombre pasados los Pirineos.
Un desconocimiento tal en Europa de genios tan trascendentales, se explicaba por
esa hipótesis absurda, que, aunque no la defendía nadie claramente, era
aceptada por todos, la hipótesis del odio y la mala fe internacionales que
hacía que las cosas grandes de España fueran pequeñas en el extranjero y
viceversa.
2
Letamendi
era un señor flaco, bajito, escuálido, con melenas grises y barba blanca. Tenía
cierto tipo de aguilucho, la nariz corva, los ojos hundidos y brillantes. Se
veía en él un hombre que se había hecho una cabeza, como dicen los franceses.
Vestía siempre levita algo entallada, y llevaba un sombrero de copa de alas
planas, de esos sombreros clásicos de los melenudos profesores de la Sorbona.
3
En
San Carlos corría como una verdad indiscutible que Letamendi era un genio; uno de esos hombres águilas que se adelantan
a su tiempo; todo el mundo le encontraba abstruso porque hablaba y escribía con
gran empaque un lenguaje medio filosófico, medio literario.
4
Andrés
Hurtado, que se hallaba ansioso de encontrar algo que llegase al fondo de los
problemas de la vida, comenzó a leer el libro de Letamendi con entusiasmo. La aplicación
de las Matemáticas a la Biología le pareció admirable.
Andrés
fue pronto un convencido.
Como
todo el que cree hallarse en posesión de una verdad tiene cierta tendencia de proselitismo,
una noche Andrés fue al café donde se reunían Sañudo y sus amigos a hablar de
las doctrinas de Letamendi, a explicarlas y a comentarlas.
Estaba
como siempre Sañudo con varios estudiantes de ingenieros. Hurtado se reunió con
ellos y aprovechó la primera ocasión para llevar la conversación al terreno que
deseaba y expuso la fórmula de la vida de Letamendi e intentó explicar los corolarios
que de ella deducía el autor. Al decir Andrés que la vida, según Letamendi, es
una función indeterminada entre la energía individual y el cosmos, y que esta
función no puede ser más que suma, resta, multiplicación y división, y que no
pudiendo ser suma, ni resta, ni división, tiene que ser multiplicación, uno de
los amigos de Sañudo se echó a reír.
—¿Por
qué se ríe usted? —le preguntó Andrés, sorprendido.
—Porque
en todo eso que dice usted hay una porción de sofismas y de falsedades. Primeramente,
hay muchas más funciones matemáticas que sumar, restar, multiplicar y Dividir.
5
Leyó
de nuevo el libro de Letamendi, siguió oyendo sus explicaciones y se convenció
de que todo aquello de la fórmula de la vida y sus corolarios, que al principio
le pareció serio y profundo, no eran más que juegos de prestidigitación, unas
veces ingeniosos, otras veces vulgares, pero siempre sin realidad alguna, ni
metafísica, ni empírica.
Todas
estas fórmulas matemáticas y su desarrollo no eran más que vulgaridades disfrazadas
con un aparato científico, adornadas por conceptos retóricos que la papanatería
de profesores y alumnos tomaba como visiones de profeta.
Por
dentro, aquel buen señor de las melenas, con su mirada de águila y su diletantismo
artístico, científico y literario; pintor en sus ratos de ocio, violinista y compositor
y genio por los cuatro costados, era un mixtificador audaz con ese fondo aparatoso
y botarate de los mediterráneos. Su único mérito real era tener condiciones de literato,
de hombre de talento verbal.
6
Los
condiscípulos, a quien asombraban estos buceamientos de Andrés Hurtado, le decían:
—¿Pero
no te basta con la filosofía de Letamendi?
—Si
eso no es filosofía ni nada —replicaba Andrés—. Letamendi es un hombre sin una
idea profunda; no tiene en la cabeza más que palabras y frases. Ahora, como vosotros
no las comprendéis, os parecen extraordinarias.
comenzó
la lectura de “Parerga y Paralipómena”, y le pareció un libro casi ameno, en
parte cándido, y le divirtió más de lo que suponía. Por último, intentó descifrar
“La crítica de la razón pura”. Veía que con un esfuerzo de atención podía seguir
el razonamiento del autor como quien sigue el desarrollo de un teorema matemático;
pero le pareció demasiado esfuerzo para su cerebro y dejó Kant para más adelante,
y siguió leyendo a Schopenhauer, que tenía para él el atractivo de ser un consejero
chusco y divertido.
.
V
Causas
de muerte:
Por
la mañana, a la hora del entierro, los que estaban en la casa, comenzaron a
preguntarse
qué hacía Andrés.
—No
me choca nada que no se levante —dijo el médico— porque toma morfina.
—¿De
veras? —preguntó Iturrioz.
—Sí.
—Vamos
a despertarle entonces —dijo Iturrioz.
Entraron
en el cuarto. Tendido en la cama, muy pálido, con los labios blancos, estaba
Andrés.
—¡Está
muerto! —exclamó Iturrioz.
Sobre
la mesilla de noche se veía una copa y un frasco de aconitina cristalizada de Duquesnel.
Andrés
se había envenenado.
Sin
duda, la rapidez de la intoxicación no le produjo convulsiones ni vómitos. La
muerte había sobrevenido por parálisis inmediata del corazón.
—Ha
muerto sin dolor —murmuró Iturrioz—. Este muchacho no tenía fuerza para vivir.
Era un epicúreo, un aristócrata, aunque él no lo creía.
—Pero
había en él algo de precursor —murmuró el otro médico.
(Andrés
se envenenó luego de la muerte de su esposa durante el parto)
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