RECUERDOS
DE LOS HOSPITALES DE MOSCÚ
(El
misterio de la sonda urinaria)
Edgardo
Malaspina
1
Mi
paciente era un uzbeko de más de setenta años, alto y delgado. Usaba una gorra
típica de su nación: la tubeteika o duppi y cubría su rostro con una barba
rala. Sobre su mesita tenía un Corán, el cual leía de vez en cuando en páginas
previamente marcadas. Ingresó al servicio por presentar problemas urinarios, y
se sospechaba que estaban relacionados con la próstata.
2
La
precisión diagnóstica arrojó un cáncer avanzado. Nuestro uzbeko, ajeno a lo estaba
pasando dentro de su organismo, seguía su vida tranquilamente quejándose de
algunas molestias menores; y sus enseres y alimentos eran de calidad superior a
la media. Se daba el lujo de no comer la dieta asignada y repartida por el
comedor hospitalario: su menú se lo traían de afuera, y esto era signo de su
elevado estatus económico.
3
Una
mañana el paciente dijo que no podía orinar a pesar de tener ganas; además
sentía dolor abdominal. Se trataba de una retención urinaria. Hice el reporte a
mis superiores, quienes me aconsejaron lo obvio: colocar una sonda en la vejiga.
4
Rápidamente
repasé en un manual la técnica para colocar la sonda. Tomé guantes, yodo,
lubricante, una inyectadora y, por supuesto, la sonda. Me acompañaba una
enfermera joven, enormemente obesa y alta, con cara roja y hablar golpeado como
si estuviera enojada todo el tiempo; sin embargo, en el fondo era una persona
bondadosa. Llegamos hasta el uzbeko. Le
expliqué el procedimiento que le aplicaría para aliviar sus padecimientos. Se
quedó mirándome fijamente sin pronunciar palabra; y como el que calla, otorga,
me puse en acción. Apenas me acerqué para bajar sus interiores, recibí un
fuerte golpe en mi mano derecha, acompañado de un grito:
-¡Jamás
lo permitiré!
Como
su voz fue tajante y su rostro reflejaba ira, me sentí amenazado e intimidado.
Le sugerí a la enfermera retirarnos. Comuniqué a mi docente sobre el incidente,
e hice la acotación correspondiente en la historia clínica, mientras pensaba si
el comportamiento del uzbeko se relacionaba con su religión.
5
Una
noche estaba de guardia, precisamente con Olia, la enfermera enorme. En la
madrugada me informaron que el uzbeko estaba muy mal. Cuando entramos a la sala
ya había muerto. Lo que corresponde en ese caso es hacer una nota en la
historia clínica y llevar el cadáver hasta la morgue para que los patólogos
hagan su trabajo en la mañana. Para llegar hasta la morgue hay que bajar hasta
el sótano y atravesar un largo pasillo que, aunque muy iluminado, con su
soledad y silencio absoluto, infunde respeto por no decir miedo en el día, más aún
en la noche y llevando un cadáver. El traslado lo hicimos Olia y yo.
6
Ya
estamos en la morgue. Sólo debemos hacer dos cosas: desvestir al cadáver y
colocarlo en el cuarto-refrigerador. Cuando quedó completamente desnudo nos
sorprendimos al advertir una bolsa atada con un cordón alrededor del pene. La
bolsa contenía billetes de banco de alta denominación. En resumen: era mucho,
muchísimo dinero en aquel entonces.
-¿Qué
hacemos?
-Le
entregaré la bolsa al jefe del departamento, dijo Olia.
-Está
bien, le contesté.
7
Al
amanecer le pregunté al jefe del departamento por la bolsa. Me dijo que la
entregó a los familiares del uzbeko. No tuve razones para dudar de su palabra;
pero tampoco, para lo contrario.
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